lunes, 23 de julio de 2012

Saparmurat Niyazov, exótico tirano de opereta.

Serie "Ineptos de la Historia", sección "tiranos y tiranuelos".

 

En primer lugar, ¿de qué país estamos hablando?

Bien, como no sólo de música y cómic viven los blogs de contenido diversificado -o dicho de otro modo, que al no ser experto en nada, de todo se escribe-, va siendo hora de dar paso a otros temas más "sociales" -en el sentido de ciencia social, más que otra cosa-: la situación sociopolítica, la geografía, la historia, las biografías -sin soltar una parrafada de fechas y datos directamente recopilados de la wikipedia, aunque me sirva de ella, sino escribiéndolo de una forma más "informal", e incluso, si llegara el caso, la antropología. Y como siempre me han interesado los distintos pueblos que habitaron lo que en otra época se llamó la Unión Soviética -y que ahora se llama de muy distintas formas, al estar dividida en 15 naciones distintas, aunque dichos pueblos siguen viviendo casi en el mismo sitio-, esto último, antes o después, también hará su aparición. Otra cosa es que a alguien pueda interesar quienes son, realmente, gentes como los circasianos o los kalmukos, pero al tiempo...
Bien, el Turkmenistán -este es uno de esos países, como la India, el Nepal, o el Brasil, que acostumbran a llevar delante artículo determinado (lo de determinado, porque de cada país sólo hay uno), lo que da de pensar el por qué los imaginamos en masculino, o en femenino- es uno de esos nuevos-viejos países que nacieron del hundimiento político de aquel coloso de pies de barro. Turkmenistan -quitemos ya el artículo de marras-, realmente, era, y es, un territorio enorme -casi como España o Francia, o sea, cerca de medio millón de km cuadrados-, pero con una población escasa -unos 5 millones-, que en gran parte se concentra en la capital y alrededores -Asjabat, que parece de cartón piedra, con un centro que parece la Viena Austro-húngara, rodeada de industria post-soviética decrépita, y barrios obreros en estado calamitoso, y algo de zona que llamaríamos "de clase media"-, en la costa del mar Caspio, y en los márgenes de los ríos, sobre todo del Amu-Daria -nombre exótico donde los haya-. El resto del país, que es como decir el 80%, no es más que desierto, a veces arenoso, lo más, pedregoso, con vientos terribles, y cambios de temperatura considerables, y donde no crece ni una mala hierba. Apenas se encuentran allá carreteras, porque, realmente, tampoco resultan muy necesarias -más allá de comunicar la capital con las tres o cuatro poblaciones de cierta importancia, rodeadas éstas de pequeñas zonas agrícolas, y los vitales pozos de gas natural-. No es raro, entonces, encontrar por aquellas resecas tierras más camellos de Bactriana -los famosos camellos de dos jorobas y largo pelo lanoso- que vehículos a motor. Entre otras razones, porque pocos allá se los pueden permitir, y porque el turismo es muy escaso, porque nunca se ha favorecido.
Es esa misma riqueza natural, el gas, el que permitió a su primer jefe de estado y gobierno, el tiránico y delirante Niyazov, gastar cantidades ingentes de dinero en proyectos a cual más ridículo y fastuoso. Y, seamos sinceros, en la mayoría de los casos, de un hortera que tira de espaldas. Porque los dictadores, normalmente, entre otros muchos vicios y defectos, no acostumbran a ser gente de demasiado buen gusto.
Nuestro hombre, como otros muchos mafiosos, políticos corruptos, empresarios de oscuro pasado, y dictadores de nuevo cuño, empezó su carrera en el difunto PCUS, versión turkmena. El país, hasta la conquista por parte de la Rusia zarista -mediados del siglo XIX, más tarde que gran parte del resto de las posesiones rusas en Asia, apenas tenía lo que llamaríamos en Europa, "conciencia nacional". 
La escasa población, si bien en gran parte era turkmena -y por tanto, con afinidades étnicas, religiosas y lingüisticas-, seguía el mismo islam moderado alejado de la barbarie afgana -y de su vecino Pakistán, por poner un ejemplo más entre muchos-, y conocer no sólo la lengua turkmena -túrquica, como su raza y origen cultural- sino también el ruso -lo que significaba poder comunicarse con el resto de la población de la antigua URSS, unos 300 millones de personas en total, aparte de otros muchos individuos de todo el desintegrado bloque oriental comunista-, se dividía en tribus y clanes, y apenas se sentían demasiado unidos a sus vecinos, excepto a la hora de buscar enemigos externos. Y siendo como eran tan pocos y tan pobres, cualquier vecino les podía parecer amenzador, así que mejor estarse quietos y calladitos, y no levantar mucho la voz, ni llamar la atención.  Respecto a las minorías étnicas, sus hermanos uzbecos no se diferencian demasiado de ellos, y los rusos y coreanos -porque había, y todavía hay, una importante colonia- en gran parte o han marchado o van camino de hacerlo, pues desde la independencia se han visto discriminados y un tanto despreciados, aunque no han sufrido lo que podría llamar "odio étnico".
Y de eso mismo, de la división y el miedo a todo, incluida la libertad -lo desconocido, en resumidas cuentas, para un pueblo que nunca fue de ciudadanos, sino de súbditos- se aprovechó nuestro hombre, de la necesidad de unificar una población dispersa y una sociedad invertebrada. Pero como pensaba que su pueblo no sentía necesidad de libertad, ni le convenía saber lo que pasaba más allá de sus fronteras -de ahí, por ejemplo, de espantar el turismo, o de evitar que los jóvenes turkmenos estudiaran en cualquier universidad extranjera, incluidas las rusas-, nada mejor, se dijo, que imponer un gobierno fuerte, unificado y centralizado, dirigido por un hombre extraordinario, con que la providencia había premiado -seguramente, sin merecerlo- a tan desventurado pueblo. Dicho de otro modo, una dictadura en toda regla. Pero no un estado autoritario con sus cárceles, torturas, exiliados, falta absoluta de libertad de expresión y prensa, partido único, y uso de la fuerza para aplastar cualquier voz discordante, no. Eso, desde luego, sí que lo iban a tener sus súbditos -sus hijos, los llamaba él-, pero también algo más: el tener como amo y señor a un individuo que, o se podría pensar que estaba completamente loco, o que era un sádico haciendo sufrir a su pueblo con las más increíbles y  ridículas ideas. O bien se trataba de algún curioso y poco comprendido sentido del humor que nadie, todavía, ha sabido comprender. Eso será...
Bien, como ya se ha dicho, nuestro hombre provenía del PCUS de la antigua República Soviética de un país que, en español, lo mismo se llamaba Turkmenia, Turkmenistán o Turquestán -esto último era erroneo, porque Turquestán es todo el Asia Central, incluido el Sinkiang chino; pero hará unos 25 años, el conocimiento de aquellas tierras, por estos lares, incluso entre periodistas e historiadores, era muy limitado-.
Allí ingresó en los años 60, tras conseguir su título de ingeniero industrial -muchos líderes comunistas tenían, precisamente, dicho título, de ingeniero-, y cuando a finales de 1991 Yeltsin, el alcohólico y lamentable presidente de RUsia, y sus pares de Ucrania y Bielorrusia -los tres hermanos eslavos- que la URSS debe pasar a mejor vida, y que no valía la pena sustituir el coloso comunista por un estado capitalista y democrático, pero unido, Niyazov aprovecha el vacío de poder -porque a los eslavos, realmente, lo que pasara en el Asia Central, más allá del rusificado y relativamente avanzado Kazajstan, les importaba realmente un pito- y se proclama presidente. Y como antes no había elecciones, decidió que, en adelante, tampoco las habría. Y en caso de permitirlas, que fueran de cara a la galería, que no dieran la barrila en los diarios extranjeros, siempre entrometidos y criticones. Porque de todas formas, ¿importaba mucho que fueran fraudulentas, si, de todas formas, él era lo mejor que podía tener su país-. Cambió, eso sí, el nombre de "Partido Comunista", por el de "Democrático" -¿humor negro, acaso?-, desmanteló la economía centralizada comunista, y, en poco tiempo, el cierto orden y planificación del antiguo régimen -dictadura al fin y al cabo, pero con cierta estructura política-, así como sus avances en educación y medicina, se fueron al traste delante de sus narices. Cosa que no le importó en absoluto, porque fue el máximo responsable.
Ahora bien, ¿qué hace a este hombre distinto a otros dictadores? Empecemos enumerando, ahora sí, algunas de sus brillantes ideas:


Un personaje salido de un cómic de Tintín. O de Mortadelo.

Niyazov, como Ataturk -el creador de la República Turca moderna, tras la I Guerra Mundial, con quién en ocasiones gustaba de compararse- se hizo proclamar "Turkmenbasi", que podría traducirse como líder, pero también como padre de todos los turkmenos. A partir de ahí, se hizo llamar creador de la nación turkmena, porque, antes que él, allá no había más que tribus de salvajes.

Es espectacular, pero vacío de contenido, centro de la capital.

Y cómo vive la mayoría de la población.

Empezó por recortar en lo que consideraba gastos inútiles, como hospitales o centros de asistencia sanitaria menores que existían por todo el país. Así, para recibir asistencia médica -y no sólo para operaciones, o intervenciones de importancia-, había que acudir obligatoriamente a la capital.
Se cerraron las bibliotecas públicas, porque, según él "a los turkmenos nunca les ha gustado leer".
Pero eso sí, como Gaddafi, o los tiranos norcoreanos de la familia Kim, él tambiés escribió un libro que debería ser guía para todos sus oprimidos conciudadanos, que tenían la obligació de, literalmente, sabérselo de memoria. Sobretodo, funcionarios y profesores; y quién errara a la hora de recitarlo -como si fuera un salmo religioso-, podría ser castigado o, incluso, despedido. Y como el dictador libio, también su libro,  el "Ruhmana" -algo así como "El libro del alma", cual texto de Confucio o Lao-Tse- tenía un monumento en una plaza principal de Asjabad, la capital. Más aún, por medio de un mecanismo, el libro podía abrirse, y dejar ver algunas de sus páginas, de tamaño gigantesco, y donde podía leerse, palabra por palabra, parte del insufrible y farragoso texto con el que el sádico personaje castigaba a su gente. Porque seamos sinceros, cuanto más iluminado es el tirano que juega a ser un místico, más peñazo acostumbra a ser.

Un monumento a la estupidez humana, y un insulto a los libros.

Y como prohibir es divertido, y el país que gobernaba era, o debería ser, creación propia, el déspota empezó a eliminar de la vida pública todo lo que le vino en gana: como no le gustaban la ópera o el ballet, probablemente por suponerlos influencia rusa -realmente, fueron los rusos los que introdujeron algo de intelecto y alta cultura en aquellas lejanas tierras semicivilizadas-, lo prohibió por decreto. Como creía que no era decente que los jóvenes llevaran el pelo largo y barba -más que por tener apariencia islamista, porque le sonaría hippie, el tipo era un tanto antiguo-, también lo prohibió. Y detrás, los videojuegos, que atontaban la mente; la radio en el coche, que distrae el volante; los pintalabios, que eran cosa de fulanas -o extranjeras, que venía a ser casi lo mismo-, y el grabar música -parece que se tomaba bastante en serio lo de la piratería; la SGAE de aquellas tierras sin duda le daría las gracias-. Evidentemente, la música, el cine o la literatura proveniente del extranjero tampoco tenía apenas lugar en su sociedad ideal. Incuso el play-back, desapareció de la televisión -difícil de imaginar, algo así hoy en día-. Lo único relativamente positivo, dentro de esta obsesión por la prohibición fue que, ya que él dejó de fumar, todos sus ministros y funcionarios también debían dejar. 
Otra cosa fue la prohibición de que hubiera perros -y no sólo abandonados, sino también con dueños que se hicieran cargo de ellos- en la capital. O el cierre casi absoluto de las fronteras a los extranjeros. Ya se ha dicho antes que el turismo estaba casi prohibido, lo que, por sí solo, además de muestra de xenofobia, impedía la obtención de beneficios económicos. Pero resulta sencillamente inexplicable que, entonces, se forzara la construcción de ¡22! hoteles de lujo en la capital. Todos en la misma avenida, uno al lado de otro. Y como están siempre casi vacíos, éstos y distintas oficinas gubernamentales, o edificios privados de oficinas, deben estar siempre encendidos por la noche, para que parezca que allá dentro hay movimiento y están ocupados hasta la bandera -realmente, esto no es sólo típico de Turkmenistan; en la misma Shanghai, el partido comunista local hace lo mismo-.
Pero prohibir, llegado el momento, pierde su gracia, porque no sabes ya qué más llevarte por delante. Así, una vez que has aplastado los servicios públicos de sanidad, educación, cultura e infraestructura administrativa -como correos, justicia o policía-, mejor hacer algunos simpáticos cambios para que, al menos, la gente no se aburra. Estará amargada de la vida, sí, pero aburridos, seguro que no.
Así, para poder obtener el carnet de conducir, antes que nada, hay que hacer un examen de moralidad delante de funcionarios del gobierno. Normal, pues los viciosos y gente de mala vida no merecen conducir vehículo alguno.
Respecto a las universidades -de la capital, claro está-, no se podía ingresar en ninguna, sin que antes se hubiera demostrado que se había trabajado, como mínimo, dos años, pues los vagos no tenían derecho a estudios, por mucho que estuvieran dispuestos a pagárselos.
Ahora bien, después de tan inteligentes ideas puestas en práctica, resultaba lógico que el pueblo se lo agradeciera. Así, toda casa, negocio u oficina de cualquier administración debía tener, al menos, un retrato suyo. Más aún, cuando decidió teñirse las canas -los tiranos acostumbran a ser presumidos-, también cada ciudadano o empresa debía cambiar de foto, y se castigaría a quién conservara el retrato anterior, con pelos blancos que afeaban el rostro del gran hombre. Pero como aquello resultaba demasiado doméstico, los retratos pululaban por las calles de ciudades y pueblos. Y al ser esto poco, aparecieron las estatuas, de tamaño natural -o mayores que eso, a veces, gigantescas-, con aleaciones que siempre incluían oro, de ahí que fueran, evidentemente, brillantes y de aspecto áureo -un brillo que, de exagerado, era casi siniestro-. 
Una de las estatuas más increibles, se encuentra en la plaza de la Neutralidad (?), de la capital. Fue colocada sobre una torre que, queriendo, ligeramente, imitar a la torre Eiffel, más bien parece una enorme jeringa. Lo curioso, no son ni el tamaño ni el estar recubierta de oro -que, por lo visto, es lo normal-, sin que da vueltas sobre su eje, mediante un mecanismo de relojería, evitando que el sol deje nunca de darle en la cara, excepto, claro está, de noche. Raro fue que no se instalaran alrededor enormes focos para evitar que la oscuridad la ocultara parcialmente. Otra estatua parecida se encontraba en medio del desierto para que, debido a su tamaño y al fulgor que producía la luz solar al rebotar en ella, pudiera verse a kilómetros. 

La torre de la Neutralidad, en la plaza del mismo nombre, y el elegido de los dioses.

Pero también había que preocuparse de amenazas exteriores. Aparte de cerrar la frontera a los refugiados del vecino Afganistán -quizá, y no sin algo de razón, por miedo a que también entraran talibanes e indeseables parecidos- se obsesionó con que satélites extranjeros fotografiaban los campos agrícolas del país, según él, los mejores del mundo. Incluso se dedicó un día del año al melón turkmeno, orgullo patrio. Quuzá aquello no dejaba de ser una analogía, y el melón y él mismo fueran la misma cosa.
Pero el pueblo corría el riesgo de hartarse, aunque al estar acostumbrados a la obediencia, esto apenas se dio. Decidió construir un palacio de hielo... pero en medio del desierto, así que fue un fracaso. Entonces, cerró el antiguo zoológico -bastante anticuado, por lo demás- y construyó otro que costó una fortuna, pero donde los animales, literalmente, se morían de sed y calor -apenas les llegaba agua, y no tenían donde guarecerse de un sol terrorífico en verano-. Los animales africanos, y algunos de Asia, podían adaptarse mejor o peor, pero él también quería un espacio ideal para pingüino, llegados desde el polo sur. Es de imaginar que las bajas entre esas sufridas aves fueron considerables, pero teniendo dinero, estando la Antártida llena de ellos, no había problema con traer nuevas remesas.

¡Ríe, ríe! ¡No tendrás tantas ganas de bailar cuando acabes en medio del desierto!

El culto a la personalidad fue tremendo, y no se dudó en que no sólo estuviera presente en billetes, sellos y monedas, o su retrato -de perfil, claro- estuviera presente en cualquier edificio público, sino que también llegaran a salir al mercado -y era muy aconsejabla comprarlos- no sólo el librito de marras -que, literalmente, expulsaba cualquier otro libro de todas las librerías del país- sino también una colonia -no tengo idea de a qué olería- y el vodka -a pesar de ser un país musulmán, la religiosidad es bastante laxa, y el consumo de vodka, aunque inferior a Rusia es considerable-.

Sencillamente, apesta.

En 2006, finalmente, el hombre que cambió el nombre de los días de la semana -fuera en ruso, o en árabe, al ser país musulmán, por otros a su gusto -Día Espiritua, Día Joven, Día Espiritual...-, y que puso al mes de abril el nombre de su madre -pues durante éste fue cuando nació-, decidió morirse.
Actualmente, gobierna, también como tirano -tal vez, más que dictadura sea "dictablanda", pero tirano sigue siendo-, el antiguo vicepresidente  Berdimujamédov, que aparte de por tener un apellido casi impronunciable, apenas ha relajado la situación de maestros y médicos, y a abierto, ligeramente, el país al exterior. Aún así, no hay libertad alguna, pero mientras siga exportando gas natural a Occidente y Oriente, no hay problema. O como diría otro, ya se han invadido muchos países en nombre de la libertad, y este puede esperar un poco más.

Sobre las fuentes, además de la wikipedia -¡que haríamos sin ella!-, destacar "Lugares que no existen", donde encontré muchos de estos datos, y "101 lugares increíbles". Dejo el en lace con esta última web, pues no sólo habla de Turkmenistán, sino de otros muchos lejanos y exóticos destinos.



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